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jueves, julio 24, 2025


A lo largo de la historia, el dinero ha sido objeto de profundas reflexiones filosóficas, éticas y espirituales. Para algunos pensadores, representa una fuente de corrupción, de desigualdad y de alejamiento de los valores más nobles del ser humano. De allí nace la sentencia tantas veces repetida: “el amor al dinero es la raíz de todos los males”. En esta línea de pensamiento, se condena la riqueza acumulada como un fin en sí mismo, sobre todo cuando quien la posee muere joven y millonario, dejando tras de sí lujos y bienes que nunca tuvo tiempo de disfrutar o compartir.

Sin embargo, esta visión negativa del dinero no es la única ni necesariamente la más justa. Yo sostengo que el dinero, por sí mismo, no es ni bueno ni malo: es una herramienta, un medio, una posibilidad. Su verdadero valor moral reside en la forma en que se obtiene y en cómo se utiliza. Cuando el dinero se gana a través del esfuerzo honesto, del talento, de la innovación o del servicio a los demás —sin recurrir a la explotación ni al crimen—, entonces es profundamente bueno. Y más aún, cuando se invierte en aliviar el sufrimiento, en dar acceso a oportunidades, en crear belleza, en multiplicar el bienestar común.

En este sistema, casi todo se compra: alimento, vivienda, salud, educación, seguridad, tiempo libre, e incluso, en cierta medida, tranquilidad espiritual. Afirmar que el dinero no importa sería cerrar los ojos ante una realidad que atraviesa nuestras vidas todos los días. El dinero nos permite, por ejemplo, ayudar a un ser querido en una emergencia, financiar un proyecto comunitario, sostener una causa justa, regalar dignidad a quienes la han perdido.

¿Acaso es más virtuoso vivir con carencias que impiden desarrollar nuestras capacidades o ayudar a otros? ¿No es una forma de irresponsabilidad aceptar la pobreza como un destino, cuando se tiene el talento y el derecho de aspirar a más? La verdadera cuestión ética no es si se tiene mucho o poco, sino qué se hace con lo que se tiene.

Quienes condenan el dinero a menudo lo hacen desde una perspectiva idealista o desde el resentimiento. Pero lo cierto es que la riqueza no debería ser un pecado, sino una responsabilidad. Amasar una fortuna puede ser un acto de amor si se convierte en puente y no en muralla, si en lugar de levantar imperios personales, se construyen oportunidades colectivas.

En definitiva, el dinero es un amplificador del alma humana: engrandece a quien lo usa con sabiduría y compasión, y también desnuda las miserias de quien lo convierte en instrumento de poder, vanidad o dominación. La clave está en no servir al dinero, sino hacer que el dinero sirva a la vida. Porque cuando se convierte en herramienta para aliviar la necesidad, dignificar la existencia y sembrar esperanza, entonces no solo es bueno: es bendito.

***

 “El dinero solo agranda lo que ya somos. En manos sabias, se convierte en semilla de bendición.”

Revista Sembradores


sábado, marzo 08, 2025

El Espejo de la Sombra



Entre grietas de orgullo y sueños rotos, los hombres de barro, con manos vacías, exigen estrellas en cada aurora, mujeres de mármol, sin huella, sin sombra.  

Caminan con espinas en los labios, pidiendo jardines donde no siembran; miden con escalas de luz ajena la piel que no tocan, el alma que ignoran.  

Culpan a la luna de no brillarles, mientras sus noches son tinta derramada.
Quieren el rocío, mas no la lluvia, la cima sin escalar, la meta sin herida.  

¿Quién les dijo que el mundo es una deuda, que la perfección nace en otro espejo?
Ellos, que son río de aguas turbias, exigen mar inmóvil, cristal sin salitre.  

Nunca preguntan qué guardan sus grietas, si el polvo que arrastran merece un altar.
Sus voces reclaman, pero no escuchan el eco cansado de un amor sin alas.  

Oh, hombres de yeso, de frágil geometría: ¿qué harían si un día la luz los desnuda?  
¿Si la mujer perfecta, en su altivo silencio, les pidiera un cielo entero en sus manos rotas?  

La belleza no es trofeo, ni el amor un mercado.
Acaso en la imperfección que tanto desprecian yace el verdadero rostro del encuentro: dos grietas buscando, en la noche, su centro.  

Que el espejo no miente: su sombra es maestra. Antes de exigir flores, aprendan a sembrar.
Porque hasta la diosa, en su frío destello, tiene sed de barro... y el barro, de estrellas.
Revista Sembradores