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lunes, julio 12, 2021

Pecados modernos

Llamo pecado a todo atentado contra la vida. Pecado es toda actitud o acción que va en contravía de la calidad o existencia de la vida, tanto personal como social; es todo aquello que impide gozar, compartir, disfrutar, alegrarse, soñar, construirse, ser, experimentar, expresarse, existir, emocionarse, comunicarse, relacionarse.

Antiguamente muchos pecados fueron considerados virtudes como la humildad, la obediencia, la castidad, la mortificación. Entre tanto, se tenía por pecados comportamientos virtuosos como el inconformismo, el orgullo, el amor a sí mismo, la sexualidad, y en general todo aquello que iba unido al placer.

En todas las épocas se ha pretendido anular la conciencia de pecado, transformando los vicios en virtudes. Así en nuestros tiempos, donde la vida no vive, o lo que es lo mismo, en nuestro mundo pecaminoso, se pretende desterrar la conciencia de pecado, por el eficaz camino de convertir en virtudes pecados como la laboriosidad, la productividad, el prestigio, la competición, la ambición.

Siguiendo la tradición, los pecados se dividen en mortales y veniales, según disminuyan o acaben con las energías de vivir. Enuncio aquí solamente aquellos pecados mortales, característicos de la existencia moderna.

La laboriosidad: el estar siempre ocupados en algo, fue ya detectado por Marco Aurelio como un mortal enemigo de la vida. Consiste este pecado en no tener o encontrar tiempo sino para el trabajo, olvidando el ocio y las relaciones sociales. En la vida moderna, la “ocupación” se ha aumentado y diversificado. El mundo se ha convertido en un centro de negocios, de industrias, de empresas, no en un lugar de vida; los seres humanos en un conjunto de funcionarios, burócratas, empleados, jefes, subalternos, trabajadores, negociantes, clientes, compradores, vendedores, que no tienen tiempo para ser personas, para vivir su vida, para convivir, para dedicar gratuitamente tiempo a sí mismos y a los demás. “no tenemos tiempo, estamos ocupados”. Tal situación hace del ser humano un alienado o distraído, incapaz e indiferente respecto a las verdaderas decisiones sobre su propia vida. Todo es negocio. Aquello que no es “rentable” carece de importancia. Hemos perdido así nuestra autonomía; no somos personas, no nos conducimos, somos llevados por la anónima e inconsciente corriente de la actividad impuesta por otros o por las circunstancias. No somos; parecemos, hacemos o tenemos.

La agitación: no solamente vivimos “ocupados”, vivimos “preocupados”; no sólo hacemos sino que anticipamos en nuestras mentes aquello que después “tenemos” que hacer. No solamente agitamos nuestros cuerpos sino nuestras mentes y corazones. Tal situación lleva a la angustia vital, a la incapacidad de descansar y de serenarse. La vida otrora tenía otros problemas y limitaciones, pero se vivía más serenamente. Hoy no comemos sino engullimos, no saboreamos sino mordemos, no sólo nuestros alimentos, también  nuestras vidas.

La comodidad: en todo se busca no lo mejor sino lo más fácil. Desde pequeños la educación consiste en quitarnos todo obstáculo, toda capacidad y posibilidad de esforzarnos. En lugar de hacernos fuertes nos hicimos débiles, cobardes, temerosos y pusilánimes. Nos volvimos incapaces de sacrifico. Esta incapacidad de riesgo y de sacrificio nos quita demasiadas posibilidades de gozar la vida, estrecha nuestro campo “experiencial”, genera injustificado dolor, tristeza, aburrimiento y temor ya que todo se torna difícil y problemático.

La ambición: la existencia humana ha estado rodeada siempre de la ambición de poder, de prestigio y de posesión. Por hoy, sobre todo ésta última, reviste un cariz suicida. El deseo de poseer muchas cosas nos ha vuelto cosas y está acabando con nuestra libertad. No decidimos, las cosas deciden por nosotros. Ellas nos “fascinan” más que el amor, la relación, la tranquilidad, el compartir.

Incapaces de sacrificarnos por los demás, todo lo sacrificamos al poseer. Paradójicamente nunca estamos contentos con lo que tenemos; no saboreamos la mantequilla suspirando por el caviar; no disfrutamos nuestra bicicleta anhelando una moto, ni nuestro carrito ambicionando un Porsche. Ya nada en nuestra casa es un “recuerdo” de algo o de alguien, porque hay que cambiarlo todo de acuerdo con la moda. Nuestros hogares parecen almacenes de cosas tal vez bellas pero inútiles y en las cuales nada hay incorporado sino su materialidad. El consumismo, al mismo tiempo que devasta el mundo y la naturaleza, genera un ansia sin fin de poseer más; nos desarraiga de la vida y de la relación amorosa con las cosas.

La competición: los demás dejaron hace tiempo de ser nuestros compañeros de vida, tornándose en competidores y hasta en enemigos. En educación se premia a quien brilla “sobre” los demás, no a quien “contribuye a” o “colabora con”. Las damas ya no se visten para atraer, para agradar, para ser bellas, sino para figurar y sobresalir entre sus contrincantes. En lugar de competir con nosotros mismos para ser mejores, en vez de retarnos a ser cada vez más, nos retamos a ser diferentes de los demás, a luchar contra, a no dejarnos, a ser los primeros no los mejores. De allí nacen la envidia y los celos que nos intranquilizan, nos hacen sufrir, matan nuestras vidas.

La búsqueda de seguridad: así como en ciertos aspectos de la vida somos súper irresponsables, en otros somos híper responsables. Todo lo pretendemos prever y planificar. La búsqueda de un futuro seguro nos impide muchas veces gozar de nuestro presente. Porque somos incapaces de vivir en la incertidumbre nos creamos falsas certezas que nos apacigüen; somos así víctimas no sólo de los vendedores de seguros sino también de los vendedores de la verdad, de la salvación y de eternidad.

La anomia vital o sin sentido: es la consecuencia de todos los demás pecados. El salario del pecado es el aburrimiento, la saciedad, el sentir que “nada vale la pena”. Se nos ha marchitado el alma. No sólo no sentimos sino que nos volvimos insensibles; no solamente no experimentamos, ya no nos provoca experimentar. La quejumbre ha ocupado el puesto del gozo; la insatisfacción el de la fruición; la intranquilidad el de la serenidad. Nuestra vida se convirtió en una absurda preocupación por lo fútil, en medio de un mar de sin sentido y desesperanza.

El miedo a la opinión pública: la autenticidad, el ser uno mismo, ha cedido su paso al “que dirán, qué pensaran los otros”. El ser se volvió menos importante que la imagen. Nos devaluamos aceptando a los demás como nuestros jueces y superiores. Nos convertimos en marionetas de la opinión pública, renunciando a nuestra libertad y dignidad. Nuestras actitudes, opiniones y comportamientos son dictados por otros. Agachamos nuestra cabeza y claudicamos nuestro vivir ante demasiados dictadores. Cada vez nos alejamos más de la capacidad de ser aquello que queremos ser, y renunciamos hasta a querer. Las apariencias han ocupado el puesto de las convicciones, la simulación el de la verdad, la hipocresía el de la autenticidad. Todos nos volvimos “chupas” y aduladores de quienes consideramos poderosos. Y estos son más en intensidad y número, a medida de que nos creemos menos.

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