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jueves, julio 08, 2021

El círculo del 99

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente que era muy feliz. Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. Un día el rey lo mandó a llamar.

—Paje –le dijo- ¿Cuál es el secreto?

—¿Qué secreto, Majestad?

—¿Cuál es el secreto de tu alegría?

—No hay ningún secreto, Alteza.

—No me mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.

—No le miento Alteza, no guardo ningún secreto.

—¿Por qué estas siempre alegre y feliz? Eh, ¿Por qué?

—Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la Corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados, y además su Alteza me premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿Cómo no estar feliz?

—Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar, dijo el rey. Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.

—Pero Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando…

—Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.

—¿Por qué él es feliz?

—Ah, Majestad, lo que sucede es que él está afuera de su círculo.

—¿Fuera del círculo?

—Así es.

—¿Y eso es lo que lo hace feliz?

—No Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

—A ver si entiendo, ¿estar en el círculo te hace infeliz?

—Así es.

—¿Y cómo se salió?

—Nunca entró Su Majestad.

—¿Qué círculo es ese?

—El círculo del 99

—Verdaderamente, no te entiendo nada.

—La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.

—¿Cómo?

—Haciendo entrar a tu paje en el círculo.

—¡Eso! obliguémoslo a entrar.

—No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.

—Entonces habrá que engañarlo.

—No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito.

—¿Solito? ¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?

—Si se dará cuenta.

—¡Entonces no entrará!

—No lo podrá evitar.

—¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?

—Tal cual Majestad; estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?

—Sí.

—Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos.

—¡99! ¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?

—Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.

Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron, junto a la casa del paje. Allí esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pichó un papel que decía:

“Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a nadie como lo encontraste”.

Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban, para ver lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y cerró la puerta.

El rey y el sabio se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había en la bolsa sobre la mesa y dejado solo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de esas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para él. El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco… y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60… hasta que formó la última pila: ¡9 monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más; luego en el piso y finalmente en la bolsa.

—No puede ser, pensó.

Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.

—Me robaron –gritó-, me robaron, ¡malditos!

Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, “sólo 99”.

—99 monedas. Es mucho dinero, pensó. Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo –pensaba-, Cien es un número completo pero noventa y nueve, no.

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.

¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?

Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla.

Después, quizás no necesitara trabajar más. Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo.

Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.

Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo! Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comidas todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender… Vender… Vender… Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno, para qué más de un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99…

Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche. Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando de malas pulgas.

—¿Qué te pasa?, preguntó el rey de buen modo.

—Nada me pasa, nada me pasa.

—Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.

—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar también?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

Ustedes y yo y todos alrededor hemos sido educados en esta psicología: siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo que se tiene. Por lo tanto, nos enseñaron que la felicidad deberá esperar hasta completar lo que falta. Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca se puede gozar de la vida. Pero, qué pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas y nos diéramos cuenta, así, de golpe, que nuestras 99 monedas son el cien por ciento del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve, que todo es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos tontos, para que jalemos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados. Una trampa para que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual… ¡eternamente igual!

Cuantas cosas cambiarían si pudiéramos disfrutar de nuestros tesoros tal como están.

Sé un promotor de los valores… Si nosotros no hacemos algo por cambiar nuestro entorno… ¿Quién lo hará…? ¿Qué sociedad le quieres heredar a tus hijos…? ¿Qué hijos le piensas dar a la sociedad?. ♥︎

Revista Sembradores

martes, junio 29, 2021

El califa


Un califa llamado Al-Mamun poseía un hermoso caballo árabe con el que estaba encaprichado el jefe de una tribu, llamado Omah, que le ofreció un gran número de camellos a cambio, pero Al-Mamun no quería desprenderse del animal. Aquella negativa encolerizó a Omah de tal manera que decidió hacerse del caballo fraudulentamente.

Sabiendo que Al-Mamun solía pasear con su caballo por un determinado camino, Omah se tendió a la orilla del mismo disfrazado de mendigo y simulando estar muy enfermo. Al-Mamun, que era un hombre de buenos sentimientos, al ver al mendigo sintió lástima por él, desmontó y le ofreció llevarlo a un hospital.

“Por desgracia, –se lamentó el mendigo– llevo días sin comer y no tengo fuerza para levantarme”. Entonces, el califa lo alzó del suelo cuidadosamente y lo montó en el caballo, con el propósito de montar él a continuación. Pero en cuanto el falso mendigo se vio sobre la silla, salió huyendo al galope. Al-Mamun corrió tras de él gritándole para que se detuviera. Una vez que Omah se distanció lo suficiente de su perseguidor, se detuvo.

—¡ESTÁ BIEN, ME HAS ROBADO EL CABALLO!, –gritó Al-Mamun– —¡AHORA SOLO TENGO UNA COSA QUE PEDIRTE!

—¿DE QUÉ SE TRATA? –preguntó Omah– también a gritos.

—¡QUE NO CUENTES A NADIE CÓMO TE HICISTE DEL CABALLO!

—¿Y POR QUÉ NO HE DE HACERLO?

—¡PORQUE QUIZÁS UN DÍA PUEDA HABER UN HOMBRE REALMENTE ENFERMO TENDIDO JUNTO AL CAMINO Y, SI LA GENTE SE HA ENTERADO DE TU ENGAÑO, TAL VEZ PASEN DE LARGO Y NO LE PRESTEN AYUDA!

 

Podemos ver reflejado en esta historia el estado actual de nuestra sociedad donde se ha perdido la confianza y aún el respeto por quienes nos rodean, porque podemos ser asaltados en nuestro buen ánimo.

Es normal ver la indiferencia de la gente ante las dificultades y problemas de otros, no nos inmutamos, hacemos caso omiso y seguimos por nuestro camino. Poco a poco los valores de convivencia y socialización se han ido perdiendo, ya sea por las exigencias actuales del mercado que nos obligan día a día a ser más competitivos, a buscar la excelencia y con esto el mejor desempeño en todas nuestras actividades y terminamos viendo a los demás como un enemigo en potencia.

Otro factor importante que ha conducido hasta esta deshumanización es la desconfianza que nos produce la gente, todo el tiempo vemos en los noticieros los grandes fraudes, los robos que se cometen por avaricia y minan nuestra sensibilidad y ganas por ayudar y contribuir al mejoramiento de la sociedad por el simple hecho de no caer en uno de esos engaños.

Es cierto que las condiciones no son las más propicias, de hecho hace muchos años que no lo son, pero no podemos esperar a que el ambiente sea ideal, si bien la excelencia nos ha llevado a avanzar económica y tecnológicamente, es necesario que volvamos a cultivar los más altos valores de convivencia como la sinceridad, el servicio, la cooperación para seguir contribuyendo a una sociedad más humana. ♥︎