El trabajo es acción, es movimiento, es vida. No es posible la vida sin trabajo.
Cuando estás dormido o en estado de reposo, funciona tu
corazón para hacer circular la sangre por tus venas y tus arterias; trabajan
tus pulmones para oxigenarla y purificarla; todo tu organismo está en
movimiento y en acción para mantener tu vida.
Tiende la mirada a tu alrededor y verás como
todo trabaja en la Naturaleza: las nubes recogen los vapores del agua y de la
tierra y los devuelven convertidos en benéfica lluvia; los arroyuelos y los
ríos que de ella dimanan, corren hacia el mar fecundando la tierra; las plantas
que de ella extraen los jugos, renuevan sus hojas, la vida y la alegría; los astros recorren sus
órbitas siguiendo el curso que la mano de Dios les ha trazado en el firmamento.
La luz, el calor, la electricidad, el
sonido, son átomos que están en continua vibración y movimiento.
Las ideas, los deseos, las sensaciones, los
sentimientos, las palabras, son producto del trabajo del cerebro.
Hasta la misma muerte es una labor de
transformación.
Por un decreto divino, desde que nace el
hombre está sujeto al trabajo. Es una ley universal de la que ni tú ni nadie
puede evadirse.
Dios dijo a Adán al arrojarlo del Paraíso:
“Ganarás el pan con el sudor de tu rostro.” Y todos los hijos de Adán se ven
obligados a trabajar para vivir.
Porque el pan es símbolo de la vida, pero
“no tan sólo de pan vive el hombre”. Otras cosas hay que se necesitan para
vivir en sociedad, y esas cosas, así materiales como espirituales, sólo se
consiguen a fuerza de trabajo.
Hay mucha gente que sólo considera como trabajo el que se
hace con las manos o el que representa un esfuerzo corporal, como el del
albañil, del carpintero, del mecánico, del marinero, etc.
Pero también trabajan los que se dedican a tareas mentales:
trabajo es el estudio, trabajo es la enseñanza, y así estudiantes, maestros,
escritores, artistas, médicos, abogados, comerciantes, todos son trabajadores.
Por lo tanto, cualquiera que sea el oficio, la profesión o
la carrera que emprendas, no podrás eximirte de trabajar.
A
muchos jóvenes se les hace pesado el trabajo porque lo hacen de mala gana.
Para que te resulte agradable cualquier
estudio o tarea, empréndelos, con gusto, con amor, como si fuesen una diversión
o un recreo.
Si juegas a la pelota, al fútbol, o corres
en bicicleta, tienes que hacer un esfuerzo así corporal como mental; tienes que
concentrar tu atención en lo que haces; te agitas, pones los músculos en
acción, sudas y, sin embargo, no sientes el cansancio ¿Por qué? Porque lo
consideras como un juego o una distracción.
Cuentan de un maestro de obras, que, viendo
un día que sus peones trabajaban ya cansados de subir y bajar ladrillos, les
dijo: “Chicos, basta de trabajo; os voy a proponer un juego.
Vamos al sótano a ver quién saca más
esportillas de tierra para hacer un jardín.”
Y los hombres, creyendo que se trataba de
un juego, se pusieron a llenar de esportillas con vigor y con presteza para ver
quien sacaba más. Hicieron esta labor como si fuese un recreo, y no se dieron
cuenta de que era un trabajo tan pesado como el otro.
El fin que debes proponerte al emprender
cualquier trabajo –y hemos quedado en que también lo es el estudio–,
es que te resulte en algo de provecho. Si tal es tu propósito y a su
consecución diriges la voluntad y el esfuerzo, verás con qué ánimo, con qué
afición, con qué entusiasmo trabajas hasta verlo realizado.
Hay chicos que andan sin fatigarse dos o
tres leguas de una aldea a otra, únicamente para ir a una capea o a bailar a
una romería, y después vuelven a desandar lo andado sin cansancio y muy satisfechos
del ejercicio. ¡Cuán laudable no sería ese esfuerzo si se emplease en una obra
de provecho, en un acto de cultura y de progreso en beneficio propio o de los
demás!
Para que un trabajo sea fructuoso es
preciso que, además de hacerlo con gusto, se concentre en él toda la atención,
todo el interés. Todo el entusiasmo.
“Es de mayor importancia –dice
Balmes-
adquirir un hábito de atender a lo que se estudia o se hace; si bien se
observa, lo que nos falta a menudo no es la capacidad parta atender lo que
vemos, leemos u oímos, sino la aplicación del ánimo a aquello de que se trata.”
Y Silvain Roudes, autor del libro Para abrirse camino en la vida, cuya lectura te recomiendo,
dice: “El gran defecto del hombre moderno es emprender cinco, seis, diez cosas
a la vez; querer dominar los asuntos financieros, los deportes, la política y
las artes; intentar todas las experiencias, comenzar todos los estudios y
abarcar el mundo con sus débiles brazos.”
Y en efecto: verás cómo en ciertos países
hay hombres que, sin la preparación necesaria, ocupan elevados puestos en las
esferas del Gobierno, y con la misma insuficiencia e ineptitud desempeñan
sucesivamente varios cargos, pasando de un ministerio a otro. Con este
insensato trasiego de funcionarios no es posible tener una buena
administración, y sufren los intereses nacionales y por ende los de cada
ciudadano. Esto lo tocarás por experiencia propia cuando tu edad te permita
ejercer una carrera o tener parte activa en los negocios.
Huye tú, por lo tanto, de ser uno de esos
que el escritor francés, Jules Claretie, llama “hombres desmigajados”, porque
desmigajan su atención y la reparten entre diversos asuntos y ocupaciones
heterogéneas, como quien echa migas de pan a las aves de un corral.
Cualquiera que sea el estudio que
emprendas, el trabajo que acometas, el oficio o profesión que adoptes, procura
enterarte bien de todas sus partes y detalles; infórmate de cuantos datos con
él tratan; domínalo, en fin, hasta llegar a ser en él un perito, un maestro.
Verás que el hombre que más prospera y más
se distingue en el oficio, negocio o carrera que emprende, es aquel que tiene
la mejor preparación, es decir, el que ha hecho mayor acopio de conocimientos
referentes a su ramo, obteniendo así una superioridad sobre todos sus
competidores.
Cuando el gran novelista Sir Walter Scott,
por malgastar su hacienda, quedó arruinado, continuó trabajando con redoblado ahínco,
diciendo que la adversidad le servía de tónico estimulante para el trabajo.
Henry Ward Beecher decía: “No es el trabajo
lo que mata, sino la angustia. El trabajo es salutífero: no es fácil darle a un
hombre más del que puede hacer. La angustia es como la herrumbre que corroe la
hoja de acero. No son las revoluciones de las ruedas lo que desgasta la
maquinaria, sino el rozamiento.”
Por lo tanto, debes procurar que en tu
trabajo haya la menor fricción posible, es decir, que no lo hagas a
regañadientes, sino interesándote en que salga del mejor modo que puedas. Esto
mismo le recomendaba Lord Chesterfield a su hijo en una de sus famosas cartas,
agregando: “Todo aquello que vale la pena de que se haga, vale la pena de
hacerlo bien.”
Y, en efecto, lo que se hace de mala
manera, para salir del paso, es trabajo y tiempo perdidos. Resulta en chapuz,
y, en muchos casos, hay que volverlo a hacer. El obrero que se estima y tiene
amor a su oficio se esmera en hacerlo con primor. De un hombre chapucero no
puede esperarse nada bueno. Para hacer las cosas bien se necesita tiempo, cuidado,
aplicación y trabajo. Por la calidad de la obra se conoce el carácter de su
amor.
La seda es producto de una oruga limpia,
que necesita para vivir aire puro y se alimenta de hojas de moral. Emplea
varios días en labrar su capullo, del que se extrae la seda, y de él sale a las
tres semanas convertida en mariposa. En cambio, la telaraña es una red de
sutilísimos hilos sin consistencia, hecha con presteza por ese repugnante
insecto que llamamos araña, que vive en rincones obscuros y empolvados y tiende
esa tela únicamente para atrapar las moscas que le sirven de alimento.
Por eso Iriarte, en su conocida fábula,
cuando la araña se jacta de labrar su tela más aprisa que el gusano de seda su
capullo, pone en boca del último esta réplica:
“Usted tiene
razón: así sale ella.”
Siete años empleó Virgilio en componer el
más perfecto de sus poemas, las Geórgicas, el
cual, impreso en un periódico moderno, apenas llenaría dos planas. Entre
componerlos, podarlos y pulirlos, no hacía más que cuatro versos por semana.
Pero el poema ha vivido dos mil años y vivirá muchos siglos más.
El gran maestro y retórico ateniense
Isócrates empleó nada menos que diez años en componer, corregir y pulir su
célebre Oración Panegírica.
Sólo a fuerza de incesante laboriosidad y
perseverancia podrás llegar a ser un hombre de provecho, crearte una fortuna,
dejar obras meritorias o legar a la posteridad un nombre imperecedero.
El famoso pintor norteamericano James
Whistler pidió un precio muy crecido por un cuadrito que le habían encargado.
El comprador acudió a los tribunales de justicia, creyéndose poco menos que
estafado. El juez, considerando también por el tamaño del cuadro que el precio
era excesivo, preguntó al artista cuánto tiempo había empleado en pintarlo. Y
Whistler contestó que cuarenta años.
―¡Cuarenta
años! –exclamó
sorprendido el juez.-
―Sí;
cuarenta años de estudio y de trabajo para poder pintarlo así.
Por alta que sea la posición de un hombre,
no debe desdeñar el trabajo ni considerarlo como un desdoro.
Pedro el Grande, emperador de Rusia, en sus
viajes por Europa, visitaba las fábricas y talleres, enterándose prácticamente
del modo de manejar las herramientas, y en un astillero de Amsterdam trabajó
algún tiempo como carpintero de ribera para saber cómo se construía un buque.
Esta educación práctica que adquirió en su juventud le permitió después adoptar
e introducir en su imperio notables reformas, mejoras y adelantos, que lo
llevaron a un alto grado de prosperidad y de grandeza.
Cuando Lisandro visitó los jardines de
Ciro, rey de Persia, y se admiró al saber que este fastuoso monarca no sólo
había trazado los planos de su vergel, sino que con sus propias manos había
plantado muchos de sus árboles y arbustos, Ciro le dijo: “¿Esto te sorprende?
Pues por el dios Mitra te juro que, cuando me lo permite la salud, nunca me
siento a la mesa sin haber sudado antes con algún ejercicio, ya sea el de las
armas, una labor agrícola o cualquier trabajo pesado, al cual me dedico con
deleite y con todo mi vigor.” A lo cual repuso Lisandro: “Ciro, eres realmente
feliz y mereces tu gran fortuna.”
Porque, en efecto, no hay satisfacción
comparable a la que siente un hombre cuando ha hecho un trabajo con entusiasmo
o terminado una obra a su gusto, y bien merecido tiene el premio o galardón que
por ello alcance. Raro es el trabajo bien hecho que no recibe tarde o temprano
alguna compensación.
Tiene mucha enjundia esta
fabulilla de Antonio de Trueba:
―Caballito que sudas uncido al carro, dime: para que el pelo te
brille tanto, ¿Cómo te las compones?
―¿Cómo? Sudando.
Y muchos hombres también, con el sudor del
trabajo han logrado medrar y que, como vulgarmente se dice, les “luzca el
pelo”.
Entre nosotros es muy raro encontrar
hombres ilustrados y de alta posición que dediquen algunos ratos a las labores
manuales, mientras que en los países del Norte se nos ofrecen numerosos
ejemplos de altas personalidades que buscan en ello una distracción, un
ejercicio higiénico o una enseñanza.
Sir Isaac Newton, el gran matemático, y
físico y astrónomo, descubridor de la forma esferoidal de la Tierra y de las
leyes de gravitación, se entretenía en sus ratos de ocio en trabajos de
ebanistería, y regalaba a sus amigos mesitas, sillas, estantes, muñecas, etc.,
hechos por sus manos, y llegó a construir un cochecito de cuatro ruedas de
autopropulsión.
Mister Gladstone, el venerable estadista
inglés que murió a fines del siglo pasado, solía, durante su veraneo o sus
asuetos en el campo, manejar el destral para talar árboles, ejercicio muscular
que le servía de compensación a sus trabajos mentales y que le permitió vivir
sano y robusto hasta los ochenta y cuatro años.
Sabido es que en Estados Unidos, algunos
jóvenes hijos de familias archimillonarias, como los Vanderbilt y los Gould,
poseedores de mecánicos, y han hecho viajes en trenes manejando las palanquetas
y válvulas de las locomotoras, no por necesidad como fácilmente se comprenderá,
sino para conocer prácticamente cómo funcionan esas monstruosas máquinas a las
que deben y de las que dependen su inmensa fortuna.
Este último ejemplo demuestra la
importancia que en aquel país se da al conocimiento en todos sus detalles del
negocio que uno tiene entre manos. Y además la afición que hay al trabajo aun
entre los jóvenes acaudalados.
Aun cuando entre nosotros no son tan
frecuentes semejantes ejemplos, no de haber alguno, como el que nos presentó el
ilustre duque de Zaragoza, prócer aficionado a la maquinaria, a quien se vio
muchas veces bajar en su automóvil a la estación del ferrocarril de esa ciudad
del Ebro, ponerse allí la blusa del obrero y situarse en la locomotora al lado
de la manivela para guiar con mucha pericia el tren hasta Madrid.
Las personas que de suyo son laboriosas o
que desde jóvenes han adquirido el hábito del trabajo, le cobran tal afición y
tanto apego, que no pueden nunca permanecer ociosas. ¡Cuántos, como el citado
Sir Isaac Newton, dedican los ratos de tregua en sus tareas y estudios serios a
otras labores de distinto género que les sirven de descanso y distracción y
hasta de contrapaso para equilibrio de sus facultades mentales! ¡Y cuántos
también que se gozan tanto en el trabajo, que en él hallan su diversión y su
recreo!
Decían los
latinos: Labor ipse
voluptas, el trabajo es en sí mismo un placer.
Edison, el célebre sabio americano, a pesar
de haberse enriquecido con sus numerosos inventos –caso raro, pues la
mayoría de los inventores viven y mueren modestamente– continuó hasta su
muerte trabajando en el laboratorio con la misma actividad y constancia de sus
días mozos, durmiendo y olvidándose de comer cuando estaba enfrascado en algún
experimento.
De todo lo expuesto se desprende que es necesario trabajar y luchar
para vivir. Bien dice Homero en su Ilíada:
“Aquí en la tierra el sino del hombre es
la labor:
Si Jove nos dio la vida, también nos dio
el dolor.”
Prepárate, pues, a luchar y a vencer
obstáculos, que muchos encontrarás en cualquier estudio, obra o trabajo que
emprendas. Todos los principios son dificultosos. No hay nada más fácil que el
andar, y mira lo que le cuesta al niño aprenderlo. Tiene que empezar por hacer
pinitos y darse algunos coscorrones. Los que ensayan a montar en bicicleta no
saben guardar el equilibrio, se tambalean y caen, o van a dar encontrones con
los árboles y las vallas. Más, después de alguna práctica, ¡con qué soltura
manejan el “caballo de acero” y lo hacen evolucionar a su antojo, y qué placer
tan grande experimentan al recorrer velozmente largas distancias!
Para tocar el violín con la maestría de un
Paganini, un Sarasate o un Manén; para dominar el piano como un Chopin, un
Rubinstein o un Paderewski; para cantar como un Manuel García, una Malibrán,
una Patti o un Gayarre, ¿sabes tú los años de estudio, de enojosos ejercicios,
de ímproba labor que eso impone? ¿Sabes las enormes dificultades que es preciso
vencer; la infatigable paciencia, la pertinaz perseverancia que se necesita?
Así, pues:
Sea cual fuere la obra en que ensayes, si
falla acaso tu primer intento no te descorazones ni desmayes, antes vuelve a
empezar con nuevo aliento, no habrá dificultad ni resistencia que dominar no
puedas con talento, con firme voluntad y con paciencia.
“Es muy breve la vida, el arte es
largo”; la perfección se alcanza, sin embargo, a fuerza de trabajo y de
experiencia. ♥︎
Arturo Cuyás (España)
Del libro “hace falta un
muchacho” del mismo autor.