A lo largo de la historia, el dinero ha sido objeto de profundas
reflexiones filosóficas, éticas y espirituales. Para algunos pensadores,
representa una fuente de corrupción, de desigualdad y de alejamiento de los
valores más nobles del ser humano. De allí nace la sentencia tantas veces
repetida: “el amor al dinero es la raíz de todos los males”. En esta
línea de pensamiento, se condena la riqueza acumulada como un fin en sí mismo,
sobre todo cuando quien la posee muere joven y millonario, dejando tras de sí
lujos y bienes que nunca tuvo tiempo de disfrutar o compartir.
Sin embargo, esta visión negativa del dinero no es la única ni necesariamente la más justa. Yo sostengo que el dinero, por sí mismo, no es ni bueno ni malo: es una herramienta, un medio, una posibilidad. Su verdadero valor moral reside en la forma en que se obtiene y en cómo se utiliza. Cuando el dinero se gana a través del esfuerzo honesto, del talento, de la innovación o del servicio a los demás —sin recurrir a la explotación ni al crimen—, entonces es profundamente bueno. Y más aún, cuando se invierte en aliviar el sufrimiento, en dar acceso a oportunidades, en crear belleza, en multiplicar el bienestar común.
En este sistema, casi todo se compra: alimento, vivienda, salud, educación, seguridad, tiempo libre, e incluso, en cierta medida, tranquilidad espiritual. Afirmar que el dinero no importa sería cerrar los ojos ante una realidad que atraviesa nuestras vidas todos los días. El dinero nos permite, por ejemplo, ayudar a un ser querido en una emergencia, financiar un proyecto comunitario, sostener una causa justa, regalar dignidad a quienes la han perdido.
¿Acaso es más virtuoso vivir con carencias que impiden desarrollar nuestras capacidades o ayudar a otros? ¿No es una forma de irresponsabilidad aceptar la pobreza como un destino, cuando se tiene el talento y el derecho de aspirar a más? La verdadera cuestión ética no es si se tiene mucho o poco, sino qué se hace con lo que se tiene.
Quienes condenan el dinero a menudo lo hacen desde una perspectiva idealista o desde el resentimiento. Pero lo cierto es que la riqueza no debería ser un pecado, sino una responsabilidad. Amasar una fortuna puede ser un acto de amor si se convierte en puente y no en muralla, si en lugar de levantar imperios personales, se construyen oportunidades colectivas.
En definitiva, el dinero es un amplificador del alma humana: engrandece a quien lo usa con sabiduría y compasión, y también desnuda las miserias de quien lo convierte en instrumento de poder, vanidad o dominación. La clave está en no servir al dinero, sino hacer que el dinero sirva a la vida. Porque cuando se convierte en herramienta para aliviar la necesidad, dignificar la existencia y sembrar esperanza, entonces no solo es bueno: es bendito.
***
Revista Sembradores